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Puerto de Vega

       Acercarse a Veiga es acercarse al mar: un mar de la pizarra gris de sus tejados, un mar de brisa suave como el cantarín acento del habla de sus gentes.

      Puerto de Vega está situado entre dos hermosas playas: la de Barayo al este, en donde, tras una corta caminata, vestidos o desnudos, podemos disfrutar de su salvaje belleza y la de Frejulfe al oeste, playa de bullicio familiar, sobre todo cuando, una vez al año, traje blanco y pañuelo rojo al cuello, se celebra allí la gira que cierra las fiestas de la villa.

      El viajero que por primera vez recorre su calle principal buscando su recóndito puerto, se verá sorprendido por algunas de sus casonas solariegas, sobre todo, por una pequeña casa de indianos de singular arquitectura, adornada con la esbelta figura de una araucaria que le traerá recuerdos de otros mares.

         El parque Benigno Blanco, donde los pequeños marineros disfrutan en un barco bien anclado en tierra, la garbosa lonja de pescadores, donde se rulan los pescados, mariscos y, sobre todo, los percebes más exquisitos del Cantábrico (y que desde el año pasado se puede disfrutar en una interesante visita guiada), son otros de los atractivos del recorrido, que acaba en el puerto protegido por el dique almenado que da carácter a este hermoso lugar. Y allí nuestro viajero puede verse sorprendido por las salpicaduras de los chavales que se lanzan al agua sin temor, o por la contemplación de alguna que otra nutria que no le hace ascos al agua salada.

          Si de reponer fuerzas se trata, un buen lugar es este para hacerlo, en el pequeño restaurante junto a las almenas o en alguno de los otros que habrá visto durante su recorrido.

Yendo escaleras arriba, por encima de la cetárea, llegará nuestro viajero a la callejuela porticada donde la ropa lavada se deja secar con el aire marino. En su tránsito se sorprenderá con la figura naif de una gran guitarra dibujada en el suelo con piedras de colores o con un pescador de impermeable amarillo sentado en su barca, rodeada de los objetos marineros más diversos que uno se pueda imaginar.

            Un poco más arriba, desde el mirador que rinde tributo al pasado ballenero del enclave, puede disfrutar de la vista de la bocana del puerto, con sus vueltas y revueltas que recorren al atardecer los barcos que retornan tras un duro día de pesca. Y tras esto, sus pasos le llevarán a la plaza de Cupido, de sugerente nombre, donde los jóvenes suelen tomar una copa  puede que tocados por una de las flechas del hijo de la diosa.

Y ya cuando las últimas luces del día acaban también rindiéndose, el viajero llegará a la explanada de la Atalaya, donde destacará el blanco de la pequeña capilla que protege a una imagen de la Virgen con una proa de barco como pedestal. Asomándose al balcón de los acantilados, cincelados por la fuerza del Cantábrico, podrá ver el sol ponerse junto al cabo de Ortiguera, y al momento, encenderse la intermitente luz de su faro guía de embarcaciones perdidas.

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